Nos rodea sin que lo notemos: una capa delgada, flexible, cuidadosamente diseñada para envolver lo cotidiano y hacerlo parecer más limpio, más seguro, más vendible. No es tela, pero se comporta como un tejido: cubre, organiza, oculta. Esta superficie, presente en cada rincón del supermercado, transforma alimentos en productos, necesidades en mercancía. Se adhiere al cuerpo del consumo con tal naturalidad que hemos dejado de preguntarnos por qué está allí. Su presencia, normalizada y casi invisible, construye una estética de lo práctico, de lo descartable. En esta lógica visual, el envoltorio no solo protege; también seduce, ordena y borra las huellas de lo orgánico, lo imperfecto, lo real.